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Articles de Pasqual Maragall a
28/08/1997 (2636432) - Artículo de opinión
EL PAÍS / Madrid / Base / España, pág. 16
EL ESTADO PLURINACIONAL
Un punto de vista común
El autor aboga por un lenguaje común que permita, desde las periferias y el
centro, abordar cabalmente la estructura del Estado
PASQUAL MARAGALL
Hay dos concepciones posibles de la relación entre democracia y territorio:
1. La cantidad de poder democrático en un determinado periodo y para una
determinada población es un quantum fijo: si lo distribuimos hacia abajo lo perdemos
para el nivel de arriba.
2. La legitimidad del poder lejano o superior aumenta con la dejación o devolución de
competencias hacia los niveles de abajo o más próximos, y por tanto el primero no
pierde lo que los segundos ganan.
Las dos concepciones pueden coexistir y ser compatibles, pero en un momento dado,
de las dos, una será dominante.
En el primer marco conceptual se sitúan formalmente por igual el centralismo de
Estado -sea éste plurinacional o no- y el nacionalismo estatista de las unidades
subestatales. Este último quiere evitar a toda costa tanto el centralismo de arriba como
la descentralización hacia abajo, hacia las ciudades, municipios y comarcas. Lo
importante es concentrar tanto poder como sea posible en el único nivel realmente
significativo, que es el nivel nacional. Lo que distingue a los centralistas estatales de
los nacionalistas estatistas de las autonomías -y no poco- es la materia, es decir, cuál
sea la nación: el Estado unitario o la autonomía singular. En España es evidente que
la cuestión sigue siendo ésta.
En el segundo marco conceptual, que es el propio de los federalistas y subsidiaristas,
se supone que es tan importante la calidad del poder como la cantidad, y la calidad
depende de la distancia desde la que se ejerce ese poder (subsidiaristas) y del grado
del consenso o pacto con que se configura (federalistas). Sin duda, el foedus o pacto
político construye la legitimidad desde abajo hacia arriba, y por tanto no es indiferente
-aunque no sea idéntico- al principio subsidiario, en virtud del cual todo debe hacerse
tan cerca como sea posible del ciudadano (como establece el preámbulo del Tratado
de Maastricht). Distancia y dirección de la delegación o atribución de poder en que
consisten los procesos de representación política tienen seguramente algo que ver,
aun no siendo exactamente lo mismo.
Tanto el principio subsidiario como el federal, presentes ambos en distintos grados en
la socialdemocracia y la cristianodemocracia europeas, rechazan la idea de que la
voluntad mayoritaria sea condición suficiente de un sistema justo y participado. La
mitad más uno puede oprimir a la mitad menos uno, si no se definen y defienden los
derechos de las minorías. Algunos son refractarios a la idea de poner los derechos de
las minorías en el mismo plano que los de las mayorías. (He dicho "poner en el mismo
plano" derechos de minorías y mayorías, cosa que defiendo, y no "darles el mismo
valor", lo cual no tendría ningún sentido).
Si quienes eso piensan son centralistas, lo hacen por falta de interés hacia las
realidades complejas en que consiste el Estado, sobre todo si es un Estado
plurinacional. Si son nacionalistas anticentralistas, lo hacen por no tener otro interés
que el de sustituir una nación por otra, la superior y dominante por la inferior y
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dominada, y por suponer que la misma teoría política es aplicable a la una y la otra. Y
no lo es.
Está en la naturaleza de las personas y los colectivos que uno quisiera para sí lo que
los demás le han negado injustamente y que lo quiera exactamente como los demás lo
tienen. Sin embargo, está en la naturaleza de las cosas que en la transferencia de
unas personas o colectivos a otros las relaciones cambien de carácter; para empezar,
si hay transferencia hay modificación en la relación de dominación y por tanto en el
carácter ajeno con que uno y otro colectivo se percibían mutuamente. No ver esto es
negarse -a reconocer la posibilidad de cambio y de solución pacífica de los conflictos
entre identidades distintas.
¿No deberíamos saber ya, después de lo que hemos visto en Bosnia y en el Ulster, en
Jerusalén, en Chechenia y en Ruanda, que lo que hay que buscar y se puede obtener
no es finalmente nunca una completa reversión de la situación de dominación
existente (ésa que nos sale del alma exigir, pero que no llegará a existir tal cual), sino
un nuevo tipo de relación aparentemente imperfecta pero que deja que el tiempo pase
y ejerza sus efectos balsámicos? ¿Esa relación imperfecta no obtiene del hecho de
nacer de un acuerdo entre las partes en juego su primera credencial de futuro?
Pero vamos al aparente meollo de la cuestión. ¿No es cierto que España es un Estado
plurinacional? Lo es. ¿No es cierto que sus autonomías son algunas regionales y otras
nacionales? Lo es. ¿No es también cierto que la Constitución habría hecho
santamente diciendo cuáles son unas y otras? Habría hecho santamente si la
Constitución se hubiera hecho hoy, pero en 1978 no se hubiera aprobado, y si se
hubiera aprobado en esos términos los constituyentes no habrían salido indemnes del
edificio de la Carrera de San Jerónimo. Cito de segunda mano una referencia utilizada
en un artículo reciente sobre estas cuestiones: decía Napoleón que las constituciones,
mejor breves y oscuras.
Se trata ahora de cómo interpretar la Constitución o de cómo modificarla, dadas las
nuevas circunstancias -el paso del tiempo ya transcurrido, el efecto benéfico de una
prolongada relación de tú a tú entre unos y otros, el crecimiento en los hechos y las
conciencias de la plurinacionalidad hasta ahora negada u oscurecida-, para dar el
paso a un nuevo estadio en que no se trate de "salvar España" (¡de nuevo!) o de
"independizarse de España" (¡otra vez!), sino de atreverse por fin a crear algo distinto.
Ese "algo distinto" (o "Cosa 2", como llaman en Italia a lo que están inventando a partir
del Olivo primigenio) no debería rechazar la posibilidad de aliar el sentimiento con la
razón -si se me permite la petulancia- Sentimiento: he nacido donde he nacido, mi
lengua es mi lengua, me apetece vivir con los míos y definir con ellos mi ciudad, mi
país, mi Estado, Razón: en un mundo global, ser pequeño es mala cosa, o es buena
pero peligrosa y, además, qué caramba, ¿quién distingue ya tajantemente a unos de
otros; no es cierto que la mayoría de los catalanes tenemos sangre, nombres y afectos
de más allá del Ebro y viceversa? ¿No lo es que muchos catalanes viven en Madrid de
forma prolongada o permanente y que Madrid y en general España son "nuestro
mercado", sea cultural, sea financiero sea afectivo, y que cada vez sor más los
castellanos y españoles en general que vienen a Cataluña como a su casa pero con
curiosidad y respeto por lo diferencial?
¿No es hora ya de plantearse estas cosas desde el afecto y la sana competencia entre
empresas, ciudadanos y culturas masivas y no ya entre élites, como fue el caso en el
98 del siglo pasado, en la Generación del 27, durante la República o incluso durante el
mitificado antifranquismo que tanto nos unió a unos cuantos?
Buena parte de las reservas que dividen a unos catalanistas de otros provienen hoy de
que compartiendo unos y otros el argumento cordial y el racional no se ponen de
acuerdo sobre el grado de correspondencia que hay que exigir de una contraparte
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castellana que no ha sido educada por la vida en la comprensión de la pluralidad de
España, sino mecida en el arrullo de la cancioncilla unitaria y del chiste fácil, en el
nacionalismo bobo que ve todo nacionalismo como una exageración... excepto el
propio, que es tan natural e inconsciente como la prosa del burgués gentilhombre de
Molière o el francés de los niños de Francia.
Pues bien, la, historia común de un país formado por gentes de distinta "nación", de
cimientos diversos, pero que se respetan, debiera permitirnos adoptar un punto de
vista cada vez más común, no ignorante de las diferencias pero sí consciente del
terreno compartido.
Me imagino que por ahí debería ir el esfuerzo de los catalanistas que insisten en que
lo importante no es tanto lo que decimos como la forma en que lo decimos, el punto de
vista más que la vista. De acuerdo, es ahí adonde voy: lo importante es imponernos un
punto de vista, un lugar de observación, que siendo rico en referencias propias y en
datos sobre lo que realmente ocurrió, sea sin embargo compartible por otros que
partan de otras referencias y de otros datos, o incluso de datos equivocados.
Lo malo es que, como he descubierto recientemente por un artículo de Sempronio,
Amadeu Vives, el autor de L'emigrant, una de las canciones candidatas a resumir el
espíritu catalán con más probabilidades de éxito popular, fue también autor de un casihimno de Madrid y que Emili Vendrell, intérprete clásico de L'emigrant, cantó más de
1.100 veces la zarzuela de Vives que contiene ese himno: Doña Francisquita. Sin
embargo, pasó lo que pasó, la guerra hizo lo que hizo, el conde de Mayalde se fue a
París a traer a Lluís Companys, el último presidente de la Generalitat antes de
Tarradellas, y Franco le hizo fusilar en Montjuïc el 15 de octubre de 1940. Tres meses
más tarde nacía en el barrio de Sant Gervasi (Barcelona) el que esto os cuenta, con
ánimo confiado, a pesar de todo. El mismo que hace poco ha leído en el diario Avui un
bello y polémico artículo de Anasagasti sobre Cataluña y Euskadi. Polémico pero
perfectamente legítimo si hemos de admitir que Cataluña somos todos, y Castilla
también, y que España sólo saldrá adelante si nos vamos diciendo educadamente las
cosas que pensamos y sobre todo si adoptamos un punto de vista no excluyente.
Anasagasti, sagaz, ha calculado que un concierto catalán similar al vasco
representaría 175.000 millones de pesetas más para nuestra comunidad autónoma; es
decir, exactamente lo que la Generalitat reclama como déficit, mientras que el sistema
actual se traduce en que Andalucía (por ejemplo) tiene 1.000 kilómetros de autopistas
libres de peaje contra los 1.000 de peaje que tiene Cataluña, con el doble de coches
en esta comunidad. Cuando habla de Asturias y el precio de su carbón, y de lo mucho
que les cuesta a los vascos, aun no diciendo nada que no hubieran dicho los liberales
exportadores valencianos cuando los proteccionistas catalanes del XIX pedían
aranceles, o bien nada que no hubieran dicho los mismos industriales catalanes en los
años cincuenta cuando Franco les obligaba a comprar algodón del Plan Badajoz,
Anasagasti, digo, se equivoca en el tono: hay que saber con quién se va a Europa y a
la economía global, no sólo adónde se va. Y que el millón de extremeños que ya no
viven en Extremadura, sino en Cataluña, en Madrid o en Euskadi, no se fueron sólo
porque los extremeños poderosos no les supieron dar trabajo y salario adecuado, sino
porque en su lucha por ser alguien encontraron en Cataluña, Madrid, y Euskadi una
demanda equivalente a su oferta, una necesidad que ellos podían satisfacer.
No tenemos derecho a hablar de las regiones españolas como algo extraño a lo que
ahora somos, vascos y catalanes. Ni tampoco como condiscípulos sin los cuales
nuestra clase iría mejor; iría peor; es más, no habría llegado adonde hemos llegado.
Sigamos con lo de la construcción de ese punto de vista común, ese lugar de
observación suficientemente amplio y diverso. Parece que a lo largo del último siglo y
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medio lo hemos construido y luego arruinado varias veces. Es un problema en gran
parte de lenguaje, de lenguaje común, de lo difícil que es crearlo.
Hace poco recordé públicamente lo mucho que me sorprendió el lenguaje de Felipe
González cuando empezó, en 1974-1975. Conté que, acostumbrado a la jerga de la
clandestinidad, aquel lenguaje sencillo y poético, andaluz ("una mano por el suelo y
otra por el cielo"), me pareció dirigido a otros, no sólo a los valerosos luchadores por la
democracia que éramos nosotros, hijos de republicanos, sino también a los hijos de la
Guardia Civil. Y que por eso -luego se vio- González había ganado: había construido
un lenguaje común. Un punto de vista común para, desde él, ver las diferencias. Eso
es lo que hace falta. Ese lenguaje nuevo siempre sorprende cuando aparece a los que
lo saben todo, y luego se vuelve de lo más natural.
Pasqual Maragall es alcalde de Barcelona.
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09.01. Activitat de representació (com a Alcalde)
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Un punto de vista común
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Maragall, Pasqual, 1941-
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